29 de abril de 2013

Middlesex


Mi decisión de apuntarme a un curso de escritura creativa fue espoloneada por el afán y la ilusión de explorar en el asunto, aprender recursos, coger tablas… hablando en plata, por cierto narcisismo, por reconocerme en el espejo como escribiente. Me imagino, que como muchos, buscaba abrir esa puerta que permitiera comunicar con las palabras e historias que presumía agazapadas en algún lugar de mi inconsciente. ¡Qué gran pretensión! Esas historias se resistían, probaba y probaba pero no conseguían mucho avance. Entre las cuatro paredes de esa clase semanal escuché atentamente y leí historias ajenas y propias, que hablaban más de misma de lo que me pudiera imaginar en un primer momento. Aprendí que lo que narramos, todos los dóciles actores puestos en escena, no dejan de ser un trasunto de nuestro yo, un eco de tantas cosas que a simple vista pasan desapercibidas, una amalgama de contrarios en lucha.

Finalizó el curso y la profesora, paciente, me prescribió una serie de lecturas, con la aspiración de que en algún momento mi “escritura” pudiera perder el corsé autoimpuesto, el miedo a dejarse llevar hacía donde quiera que las palabras puedan llegar. García Márquez y Nabokov, entre otros,  en la receta. Faltó una gran novela. Exuberante. De adjetivos maduros y evocadores. Voluptuosa. Leer Middlesex  de Jeffrey Eugenides es  sumergirse en un río y dejarse arrastrar por la fuerza de una saga familiar. Es dejarse seducir por  la narración en primera persona de Calíope-Cal Stephanides, del descubrimiento de su identidad.  La novela deslumbra y alumbra al mismo tiempo, sumerge en la intimidad del alma de un gran personaje que valientemente mira a su destino y se muestra sin máscaras.
 

Calíope nos regala una frase memorable para tatuarse en la piel:

“…Mientras que yo, incluso ahora, persisto en creer que esos signos negros trazados en papel blanco son de la mayor importancia, y que si continúo escribiendo lograré atrapar el arco iris de la conciencia y guardarlo en un tarro. El único fidecomiso que poseo es este relato y, a diferencia de la prudente clase privilegiada, estoy echando mano del capital principal, gastándomelo todo…”

Viridiana

23 de abril de 2013

Himalaya

La Cordillera del Himalaya se eleva más allá de las puertas del cielo. A ella pertenecen 10 de los 14 picos de más de 8.000 metros de altitud que existen. Es una cadena de montañas de más de 2.500 kms de largo y 220 kms de ancho. Incluso desde los satélites, se distingue como una cicatriz en la Tierra.

Comenzó a formarse hace 65 millones de años, a finales del Mesozoico y aún hoy continúa elevándose. A lo largo de su historia, la Tierra ha vivido tres grandes procesos de formación de cordilleras, llamados orogenias. El Himalaya nació durante la última orogenia, la Alpina, al igual que toda la cadena de montañas que va desde los Alpes hasta el Cáucaso.
Sus montañas se formaron por el choque  de las placas tectónicas entre continentes, que se desplazan continuamente y colisionan entre ellas. Tras la ruptura de la última Pangea, el continente indio se separó de África y comenzó a desplazarse hacia el norte. Al aproximarse a Asia, la parte oceánica de la placa india se hundió bajo la asiática. Al final, ambos continentes chocaron, plegaron la tierra e hicieron que se elevase:



Montaña
Altitud
País
Everest
8.848
Nepal/China
K2
8.611
Pakistán
Kangchenjunga
8.598
Nepal/India
Lhotse
8.501
Nepal/India
Makalu
8.481
Nepal
Cho-Oyu
8.201
Nepal/China
Dhaulagiri
8.167
Nepal
Manaslu
8.156
Nepal/China
Nanga Parbat
8.125
Pakistán
Annapurna
8.091
Nepal
Gasherbrum I
8.068
Pakistán
Broad Peak
8.047
Pakistán
Gasherbrum II
8.035
Pakistán
Shisha Pangma
8.027
Nepal

















El término Himalaya proviene del sánscrito: hija (nieve) y a laya (morada), la morada de las nieves. En un texto sagrado hindú se recoge la siguiente cita que alude a la inmensidad terrenal e espiritual de esta cordillera: «Ni en cien edades de los dioses podría describirte las glorias del Himalaya». 
Muchos alpinistas han perdido la vida en su intento de desafiar a la naturaleza, otros muchos han podido llegar atravesando las nubes y explicar lo que se siente a casi 9.00 metros de altitud en el pico del Everest.
Muchos místicos se han retirado a alguno de los monasterios salpicados entre las  montañas y otros nos hemos conformado con hacer senderismo en la parte baja de sus laderas y verlas desde el aire con avioneta. De mi vuelo sobre esas cumbres salen estas fotos mágicas: 












Ultramarinos Bodeler

15 de abril de 2013

En busca de La Ley perdida



Corría el año 1991 y algo nuevo acontecía en mi hogar: teníamos televisión por cable. Un antes y un después, que significó una apertura hacia otras formas de hacer televisión, sobre todo de aquellas provenientes de los países vecinos.
Eran pocos los canales, el recorrido se hacía en menos de 30 segundos, pero un sábado el frenético zapping se clavó en TVN (Televisión Nacional de Chile) ante un videoclip que me impactó profundamente, tanto a nivel estético como musical. Sonaba “Prisioneros de la Piel” de la banda de rock chilena La Ley, que en aquel entonces ocupaba el primer puesto del ránking del programa “Sábado Taquilla”.


Amante de la Geografía, ese paisaje inhóspito se me hacía familiar, intensamente bello, y el negro de sus trajes más que contraste, me generaba un atractivo sin mesura. Ni hablar de los efectos hormonales que provocaba Beto Cuevas (cantante) en cada una de sus expresiones. Sin lugar a dudas, fue una revolución de los sentidos, un banquete de sensaciones que perduró unos cuantos años más.
Aún desconocía la era cibernética, así que poca información podía obtener acerca de la banda. Sin embargo, algo pude investigar para satisfacer mi sed de Ley. La banda había comenzado hacía un par de años atrás (1988) de la mano de Andrés Bove (guitarrista) y Rodrigo Aboitiz (tecladista). Por entonces, contaban con una mujer como cantante (Shia Arbulú), aunque tras la marcha de ésta a España,  Beto Cuevas se impuso como cantante al regresar a Chile luego de varios años de exilio en Venezuela y Canadá (los cuales tendrán gran peso a la hora de interpretar temas en francés e inglés). La Ley era expresión de aquellos tiempos políticos acontecidos en Chile donde la era Pinochet ya estaba tocando su fin, y siguiendo un estilo muy influenciado por el new wave británico, se lanzaron hacia los primeros lugares de la escena rockera chilena.
Primeramente, editan “Desiertos” en 1989, y Aboitiz deja la banda para reintegrarse posteriormente (con el álbum Invisible en 1995). Luego, vendrán los álbums de “Doble Opuesto” y “La Ley”, los cuales logran consagrar a la banda a nivel nacional y darle alas para abrirse al mercado internacional.


Como solía ocurrir en aquella época, y lamentablemente continúa ocurriendo en la actualidad, su trabajo tuvo poco eco en Argentina. Siendo un país con unas bases sólidas y fornidas en cuanto a rock en español se refiere, mi país hizo caso omiso de la producción musical ocurrida tras sus fronteras, permitiendo entrar y posicionarse solo a aquellas producciones musicales que no tenían referentes en el mercado nacional. Es por ello que Luis Miguel, Chayanne, Christian Castro, Ricky Martin,  Thalía y productos similares, siempre gozaron de liderazgo en el mercado argentino (no tenían músicos locales pertenecientes a su género musical con los cuales disputarse los ránkings).


Pero La Ley muy a mi pesar, sí los tenía. Y por ende, sus incursiones trasandinas fueron escuetas y breves. Argentina era un mercado difícil de escalar, y tras su consolidación en Chile y el trágico accidente que dio muerte a Andrés Bove, la banda decide juntar fuerzas, rearmarse y afincarse en México, con la férrea idea de conquistar el mercado de rock latino y acceder también a los EEUU. En esa osadía, llevan bajo el brazo a su álbum “Invisible”, magnífico por donde se lo mire y escuche. Una producción impresionante y un tributo a su guitarrista recientemente fallecido, que hace verdad en cada nota la historia del Ave Fénix.
La influencia de los new romantics y el pop inglés es notoria, pero La Ley las sintetiza de una forma exquisita. Su toque latinoamericano se respira en muchas de sus letras y acordes. Está ahí.


Invisible (1995) es un álbum bellamente oscuro, el cual dará paso a uno más tecno y negro también, "Vértigo" (1998), sumamente sensual para mi deleite, de principio a fin. Una estética gótica y virtual que hace presente a las máquinas y sus chirriantes sonidos. Altamente gozable.



Luego de estas dos grandes producciones, a mi entender (claro está), La Ley comienza a perderse. Y no solo porque en ese transcurso hay integrantes que abandonan la banda (como el bajista Luciano Rojas), sino porque en su intento de internacionalizarse aún más y ganar más adeptos, de la influencia del new wave se trasladan a la influencia del pop melódico. La Ley se populariza más. Su álbum "Uno" (2000) será un puntapié para luego hacer un Unplugged en MTV y llegar los primeros puestos de los ránkings de las radios más escuchadas.


En aquel entonces, fueron varios los que se acordaron que me gustaba La Ley. Me decían: “che, escuché el unplugged de esa banda chilena que te gustaba, no me prestás sus cds??”. Y cuando prestaba sus anteriores trabajos, en términos generales, siempre encontraba la misma respuesta: “mmm, mucho no me gustó, no tiene nada que ver con lo que hacen ahora, no??”. Y tenían razón. La era 2000 de La Ley, tenía poco en común con lo producido en la década del ’90, como suele ocurrir con muchas bandas.


Por supuesto, que las bandas (y las personas también!!) tienen derecho a cambiar, reinventarse, revolucionar, etc., así como también tenemos los fans derecho a decir: “muchas gracias, pero por este camino, al menos yo, no te sigo”. Y así me pasó con La Ley. Dejé de comprar sus últimas producciones y asistir a sus últimos recitales. La emoción y las ganas ya no eran las mismas.
Sin embargo, aunque la banda ya hace unos años que puso fin a su formación, y sus miembros emprendieron proyectos en solitario, sigo en búsqueda de La Ley perdida, de esa que se fue para no volver. Sus antiguos trabajos, los saboreo con el mismo placer que cuando los descubrí. Porque cada vez que los escucho es un grato reencuentro con aquello que fueron, fuimos y fui.

Katrina Viribendi


8 de abril de 2013

Se busca Arte

Corrían los años 70  cuando una sorprendente noticia saltó a las primeras páginas de los periódicos: Un tal Elmyr de Hory había vendido durante más de tres décadas miles de obras falsificadas de pintores consagrados, el mayor fraude de toda la historia del arte. Las prodigiosas pinceladas de Picasso, Derain, Degas, Matisse, Renoir, Cézanne… habían sido reinterpretadas con tal destreza por su mano que ávidos coleccionistas, galerías de arte y expertos no dudaron en adquirir tan codiciados objetos.

En una entrevista que se le hizo en 1973 afirmaba que él no era un falsificador sino una víctima: “La palabra me desagrada, y además no la encuentro justa. Soy víctima de las costumbres y las leyes del mundo de la pintura. ¿El verdadero escándalo no es acaso el  propio mercado? En un mero plano artístico, desearía considerarme como un intérprete. Al igual que se ama a Bach a través de Óistraj, se puede amar a Modigliani a través de mí”.
 
"De Hory a la forma de Derain"

 
 
¿Burda estafa, sacrilegio o contestatario discurso contra el orden establecido? Cualquiera que sea la respuesta, no sólo consiguió enriquecerse, también logró el reconocimiento como pintor que tanto anhelaba y la gran paradoja: que ahora un Elmyr pueda alcanzar una cifra nada desdeñable.
 
En EEUU, un tal Calixto Rodríguez, músico y compositor, publicaba su primer álbum: Cold Fact (1970). Al año siguiente vendría Coming from the reality (1971). Todo hacía presagiar que sería un nombre para la historia, sus productores lo veían como un músico a la altura de Bob Dylan, pero más "funky". Las ventas de los discos fracasaron en EEUU, quizás por el poco acceso de su distribuidora a los circuitos de emisoras de FM, lo que hizo que no pudiera permitirse continuar con su carrera musical.
Mientras las canciones de Rodríguez se desdibujaban en el limbo del olvido, una grabación pirata voló hasta la Sudáfrica del Apartheid y se convirtió en un fenómeno de masas y símbolo de la lucha de este país. Aunque en 1991 sus álbumes fueron reeditados en Sudáfrica, ninguna noticia tuvo Rodríguez de este inesperado éxito ni de sus frutos. No obstante, tal y como se narra en el maravilloso documental Searching for Sugar Man (2012), dos tenaces fans sudafricanos investigaron la historia de su misterioso ídolo desaparecido de la faz de la tierra  y consiguieron contactar con él. Finalmente, en 1998 el artista viajó a Sudáfrica  para hacer una gira, siendo recibido en honor de multitudes. Entre la incredulidad y la felicidad se entregó totalmente a los 6 conciertos programados donde no quedó una sola entrada por vender. Rodríguez destinó los beneficios de los conciertos a ONGs y  volvió a la ciudad industrial  de los altos edificios, la Inner City Blues, a continuar con su austera vida tal y como la había dejado.  De vez en cuando vuelve a Sudáfrica para hacer conciertos.
 
Dos artistas en la fina línea que separa el rechazo del éxito. Elmyr de Hory y Sixto Rodríguez, dos personajes antagónicos. Dos miradas a contracorriente que nos dejan un gran interrogante: ¿A través de que ojos vemos el Arte?
 
Viridiana

 

2 de abril de 2013

Acción Poética


Dicen que la poesía está en el alma pero acción poética en Latinoamérica la ha trasladado, hábilmente, a los muros tristes de las ciudades.

Si vas por la calle y te encuentras con uno de sus versos, seguro que te arrancan una sonrisa o un segundo de melancolía. Se trata de despertar de su letargo a la poesía, se trata de sentir, se trata de crear y escribir, se trata de asaltar los muros, se trata de convertirse en juglares urbanos.

Se describen a sí mismos como fenómeno literario-mural. El alma de acción poética es Armando Alanís Pulido, poeta y promotor cultural. Este movimiento se inicia en 1996 en Monterrey (México)  pero gracias a las redes sociales ha tenido gran difusión por todos los países de América Latina, así podemos encontrar poesía en acción en Puno, Arequipa, Buenos Aires, Río de Janeiro, Lima, La Paz, Santiago de Chile  etc...

Sólo se requiere un verso y un muro que permita gran difusión para que pueda ser leído por gran número de transeúntes. Se pretende el regalo de una trova, pintada de color negro, contra más grande mejor y con la firma de acción poética siempre abajo en el extremo derecho. 


La poesía se ha despertado. ¿Os atrevéis?


Ultramarinos Bodeler

 



 




























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