Una vez hallada la casa de Cenicienta y
habiéndole probado infructuosamente el zapato a sus hermanastras, el bello
Príncipe se dirigió hacia ella. Cenicienta lo miró con dulzura, tímidamente
esperanzada.
El Príncipe le calzó el zapato y de pronto,
todo se transformó. Del bello joven, salieron eructos aromatizados de fernet y
cerveza. Gases sazonados de choripán de cancha y asado recalentado. Su panza
comenzó a crecer rápidamente, rompiendo los botones de su camisa.
En cuestión
de segundos, Cenicienta vio ante sí, escenas de su futura vida conyugal: fines
de semana enteros limpiando y planchando, mientras el Príncipe jugará
incansablemente, a la play station. Ajetreadas noches dando el pecho a sus
hijos, mientras los ronquidos de su amado, le quitarán el poco sueño que podrá
conciliar. Aburridísimas reuniones de padres en la escuela, a las cuales
siempre, asistirá ella. Interminables
horas en el gimnasio, buscando combatir una celulitis, que pese a los deseos de
su esposo, jamás se irá. Insoportables almuerzos domingueros en casa de su
suegra, donde todo serán elogios para la anfitriona y reclamos, para ella.
Ante semejante panorama, Cenicienta decidió
torcer su suerte. Se sacó el zapato de cristal, y con entusiasmo y fe en sí
misma, le dijo al Príncipe: “gracias guapo, pero sola y con zapatillas, camino mejor”.
Relatividad
Amena
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