No
me puedo olvidar de la Luz difícil, novela del colombiano Tomás González. Me la
leí al calor de este verano, dejándome seducir por la serenidad de su fluir, la
verdad que destilan sus páginas. Belleza, sin calificativo alguno, condensada
en 132 páginas.
No
obstante, Tomás González nos quiere hablar del dolor y la muerte. De la vida.
No se anda con rodeos, ya en las primeras páginas sabremos que el protagonista,
David, perdió a su hijo. Luces y sombras,
opuestos entrelazados en estas páginas.
David
echa su mirada atrás y rememora en voz alta su vida, su
matrimonio, la trágica pérdida del hijo, el dolor de los suyos. Y su faceta de
pintor. Una poderosa mirada, la del hombre y del artista, que se posa sobre los
recuerdos, las emociones y los afectos con la sutileza de las alas de una
mariposa de sueño; de la espuma blanca del océano que intenta captar en el
cuadro que está pintando.
La
novela es una búsqueda de la luz aún en las tinieblas de lo intolerable. David
persigue en sus recuerdos y en su rescritura, lo mismo que ansiaba para sus
cuadros, atrapar esa luz difícil, la
belleza de la vida aún en sus aristas, incertidumbres y arañazos. “Todo eso sin dejar yo de añorar el olor del
óleo o el polvillo de carboncillo al tacto, y sin dejar de extrañar la punzada,
como la del amor, que se produce cuando uno siente que toca el infinito, capta
la luz esquiva, la luz difícil, con un poco de aceite mezclado con polvillo de
piedras o metales.”
La
pintura es una metáfora poderosa de ese juego de luces y sombras de la vida.
El pintor busca incesantemente captar el misterio, el silencio, la pregunta.
Dejar constancia del segundo que se va. De lo invisible. De la poderosa y
fascinante Naturaleza. Del amor y el desencanto. La soledad. La traición. De la
luz que deslumbra, da forma a unas manos, a un mar centelleante. Luz que enfoca
la intimidad de una ventana. Luz que evanesce en un bello cuerpo, en un rostro
avejentado, en unos ojos que se desvelan. Luz que es oscuridad. Todos los
colores. Todo lo que es, tal como lo vemos y conocemos. Todo lo que desconocemos.
Durante
su narración, David no consigue recordar hasta el final el nombre de "el pintor que
nació en Nyack”. Es Hopper. David se mira en la luz que transmiten sus
cuadros. Luz fragmentaria que convierte la cotidianidad en una tela interior,
donde todos los colores son uno. Esa luz difícil que todos buscamos.
Viridiana
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