Hace tiempo que
ronda en mí la desazón de encontrarme en una encrucijada que me llena de
impotencia, malestar y tristeza. Sé que debo salir de ella, pero aún no sé
cómo. Seguramente, habrá cursos de capacitación, charlas informativas,
artículos académicos, etc., que aportarán cierta luz ante tal pronóstico de penumbras.
Sin embargo, sospecho que ninguna de estas herramientas será tan eficaz como la
pretendida utopía de imaginar un mundo mejor.
Educar en
valores pareciera ser el pilar fundamental para construir una sociedad más
justa, igualitaria, solidaria y democrática. Las escuelas poco a poco, permearon
sus férreas puertas y comenzaron a introducir esta temática en sus clases, con
el fin de formar ciudadanos responsables para consigo mismos y para con su
entorno. Bajo esta premisa, la escuela intenta “fabricar” sujetos amables,
respetuosos, solidarios, cooperativos, detractores de todo tipo de violencia
verbal o física, bondadosos, generosos, organizados, honestos, protectores del
medio ambiente, etc. Sin embargo, estos modelos del “deber ser” chocan
cotidianamente con una realidad que les es totalmente ajena. Y los alumnos, con
justa razón preguntan y cuestionan continuamente estas formas de proceder que
resultan tan lejanas a su diario transcurrir.
Justicia basada
en normas acordadas por todos, resolución pacífica de los conflictos, empatía,
mediación, etc., suelen ser palabras que poco eco hacen en las aulas ante un público
que sospecha que ninguna estrategia de este tipo los ayudará a sortear los
obstáculos que esta cruel selva social les impone cada día. Uno a veces se
queda sin recursos convincentes, ya que cada vez más los ejemplos del “buen
proceder” se agotan y comienzan a escasear. Basta con salir a la calle, prender
la televisión, asistir a un evento deportivo o toparse con alguien que piensa y
acciona diferente a nosotros, para atosigarnos de agresiones, insultos,
violencia, ultrajes, maltratos, discriminaciones, rechazos, etc. La norma
vigente parecería ser la intolerancia, la crueldad, la desprotección, el abuso,
la falta de respeto, el racismo, el odio, la venganza, etc. Y ahí es cuando un
humilde ciudadano se pregunta qué pasó con las normas legales, con las instituciones,
con aquella cultura de la paz promovida desde los ámbitos académicos e intelectuales, las cuales deberían haber hecho algo para frenar esta oleada de
violencia tan descarnada.
Cuesta enseñar
los derechos humanos plasmados en una constitución nacional cuando las crónicas
cotidianas nos muestran que la realidad dista enormemente de lo que dormita en
un papel. Los argumentos que otrora resultaron sólidos, perecen ante las
evidencias. ¿Qué debemos hacer los que no queremos postergar nuestras utopías?
Tal vez, robarles a los creyentes un poquito de fe…
Laurencia Melancolía
Como me siento identificada con lo que dices y expresas!! Educar es la mayor arma para ayudar a ser ciudadanos libres, responsables, partícipes de su realidad. Nuestro compromiso como docentes y agentes sociales es grande pero el peso de una sociedad confusa entre el decir y el hacer lastra proyectos, ideas e ilusiones. Pero somos muchos que pensamos igual, quiero creer que, aunque sea una larga travesía en el desierto, la educación en valores va calando y, al menos, contrarrestando el paradigma de yo gano-tu pierdes.
ResponderEliminarUn abrazo!
Es una cuesta arriba con mucha pendiente, pero no hay que perder el horizonte. También, es necesario que abramos alternativas a nuestros sistemas de organización política, económica y social, porque es evidente que hay un quiebre que nos estanca, pero sobre todo, nos hiere. Las normas deben ser revisadas, repensadas, porque las soluciones no deben ser utopías que decoran un tratado de paz, sino hechos tangibles para el conjunto de los ciudadanos. Y también, estar alertas ante la violencia mediática, que se va transformando en un discurso homogenizador que criminaliza las sanas diferencias. Gracias por tu aporte Lou!!!
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