15 de octubre de 2012

Jamás sucedió.



Julia lo esperaba. Siempre fue así. Cada tarde, espiaba por su ventana en búsqueda de sus ojos, aquellos oscuros traicioneros que falsas promesas le habían dado una noche, de aquel noviembre fugaz.
Era una batalla contra la luz que comenzaba a escasear, sin dar siquiera pistas del paradero del tórrido amante.
Por momentos, la espera se tornaba tediosa, angustiante, mortal. Por otros, calma y dulce, aquietante y plácida, como aquellas caricias que le hacían frente al olvido. Julia volvía a asomarse una y otra vez, en algún instante llegaría, nomás había que aguardar.
Peinaba sus cabellos, perfumaba su cuello y masajeaba sus manos y piernas con aceites herbales. Preparaba su cuerpo, en caso que sufriera algún efímero y bruto asalto. Pero pasaban las horas y el perfume se evaporaba, el aceite se escurría, los cabellos se rebelaban y Julia se marchitaba. Caía la noche y la espera se convertía en desilusión, en venganza, en ira, en incomprensión. Restaba aguardar a la próxima tarde, quizás un nuevo atardecer traería consigo pasadas promesas de un volver.
Julia lo seguía esperando. Otra cosa no podía hacer. ¿Cómo pueden aquellos resignarse a enterrar los deseos más desenfrenados y lascivos? –se preguntaba. Ella estaba segura que tarde o temprano él regresaría, no podía seguir demorando.
De tanta pasión, algo habría quedado. Debía ser así. Resultaba incierto y sobre todo tremendamente perturbante, si es que acaso, se había consumido por completo. Sin embargo, ella percibía sus restos. Había veces que los olía, degustaba, transpiraba. Otras, los acariciaba, escuchaba, rugía. Aunque también, los rasgaba, penetraba, abrazaba y descuartizaba. Julia sabía que aún estaban por allí... pero, ¿dónde?
No se animaba ir en búsqueda de ellos. Como de costumbre, prefería aguardar. Ellos venían solos, como él. Y así pasaban sus tardes, junto a su ventana con cortinas color añejo, con ojos que vencían al parpadeo y murmullos que ensayaban vociferar una impúdica bienvenida. ¿Qué fue de aquel amante que su fogosidad no pudo retener? ¿Qué fue de aquel hombre cuyo engaño ella no supo ver?
Eran las cuatro ya y aún no había peinado sus cabellos. Inquebrantable en su deseo, Julia lo volvía a esperar. Creo recordar que siempre fue así.

Equinoccia Balmes


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