- ¡Patxi, Patxi! - gritaba Ainara
aterrorizada mientras sus padres paseaban tranquilamente su tarde de vacaciones
entre el escarlata brezo salpicado de verde.
-
¡Patxi, Patxi, ven, párate! - Ainara
gritaba y corría, corría y gritaba.
Sus
padres y hermana Uxue apenas se inmutaron absortos como estaban en tal excelso atardecer que les
regalaba su última tarde estival.
Ainara
roja y sin aliento no alcanzaba al pequeño Patxi que cada vez se acercaba más al acantilado. Los característicos bufones astures, como chimeneas de roca,
expulsaban con gran fuerza las olas, que no temerosas de alturas alcanzaban fácilmente
los 20 metros para luego precipitarse pulverizadas en estruenduosa sonata
marina. El Cantábrico, con gran virulencia, acompañaba la siniestra melodía,
hipnótica para algunas almas sensibles. Patxi se encontraba entre esos seres no
inmunes a la majestuosidad de la naturaleza, a su grandeza, a sus misterios.
Frenético y con los ojos desorbitados se asomó a la boca del bufón que en ese
momento bramaba sin arrojar de sus entrañas agua. Ainara lo miró paralizada. El
surtidor se abrió paso y Patxi desapareció entre algas, piedras y océano. Sin
duda feliz. No pasaría más vacaciones tediosas con esos dueños grises y
vulgares. Echaría algo de menos a
Ainara, en la que atisbó algo de cordura y calidez. Pero al fin tenía la
certeza de que era el lugar.
-
Aquí empieza todo – se dijo a si mismo.
Viridiana, texto y fotografía
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